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Folclore como resistencia

El folclore es la dialéctica del pueblo. Acostumbrados a las disciplinas, tendemos a identificar capacidades con géneros, asumiendo que, si la forma de expresión da estructura al sentimiento, entonces la percepción de ciertos hechos es exclusiva de ciertos moldes culturales. Pero al frenarnos en esa verdad incompleta, olvidamos las otras formas, las imprecisas, las llenas de extrañeza. El folclore es dialéctica porque es espacio de enfrentamiento: el ámbito simbólico donde el pueblo, con los medios a su alcance, reconoce las contradicciones de su entorno para expresarlas y, en ese movimiento, superarlas. Porque el folclore siempre es un territorio de transformación. Marcadamente espaciales, los pueblos poseen unas medidas de posición y de equilibrio completamente ajenas al mundo urbano, que es productor antes que habitante. En el territorio popular, el hombre no se aparta en exceso del animal (esta imagen ha de ser groseramente física), pero tampoco de lo divino, como quien reza aferrando el tobillo del santo. Por eso en el folclore lo humano, lo divino y lo animal establecen nuevas relaciones, nuevas formas de derivación, casi siempre a través del humor o de la simpatía: “El gatu pola mañana/ santíguase con el rabu:/ ¡Dios y-dé masera abierta/ y muyeres sin cuidau!”. No hay irreverencia en reconocerse como menores e igualar los reinos. El poder más alto y la vida más débil pueden superarse en una nueva forma, rota de posibilidades: “Como la flor que l’aire lleva,/ vieno’l mio amor a rondar to puerta. / Como la flor que l’aire lleva, /vien el Señor del cielu a la tierra”.

Pero la síntesis del folclore no sólo implica cambio o equilibrio, sino también confrontación. Así ocurre en los ciclos del trickster, ese “pícaro espiritual” de tantas culturas tradicionales: en sus relatos, la Historia es un cambalache de alianzas y luchas entre hombres, animales y dioses para poseer los dones necesarios (el fuego, el agua, el territorio). Y el trickster –Coyote, Cuervo, Bufón- aparece siempre como mediador indeciso y cambiante, es decir, como testimonio de que la tensión de extremos ha de resolverse en una figura menor, ridícula por su falibilidad, pero inquietante y jovial por su plenitud de opciones, por esa incapacidad para identificarse por completo con los elementos previos: ni hombre, ni animal, ni dios, el trickster ayuda, engaña y fracasa antes de volver a empezar, como símbolo de una continuidad indeterminada. Cuando Vasko Popa escribe la plegaria a su dios lobo, humillado y cojo, o cuando Ted Hughes convierte la creación en una gamberrada de Cuervo, creemos percibir de nuevo parte de esa fuerza primera: esa admisión de lo grotesco como carácter reiterado, esa posición blanda e inestable del hombre entre todo lo incompleto.

De ahí surge otro movimiento de la concepción simbólica: en el folclore, los dioses, más que humanizarse, se apaisanan. Son vecinos a los que se teme y se amenaza, a los que se corteja por favores: “A la Virgen del Rosario, / velitas le he prometido, / si hace que tú me quieras / como yo se lo he pedido”. No hay frialdad en el espíritu: el dios del folclore es conversador. O es vengativo: “Yo me consuelo y me digo, / que Dios tendrá que cobrarte / lo que tú has hecho conmigo”. Pero siempre es menor, más demiurgo que dios, más caporal que creador. Y esa cercanía conduce, con frecuencia, a una desconfianza del folclore ante lo creado, como si la propia cortedad del poder humano se proyectase hacia lo divino. Así lo repiten los vaqueiros del Occidente asturiano, que de algún modo son, en la radicalidad de su suspicacia, como gnósticos trashumantes: “Antes que Dios fuera Dios, / y el sol diera pu lus riscos, / ya los Feitos yeran Feitos, / ya lus Garridus, Garridus”.

Utensilio de síntesis, el folclore también es el territorio donde lo más lejano se presenta como lo más cercano: el desconocimiento no se expresa en abstracción, sino enredado en el conocimiento. Aquellas volutas, aquellas extensiones que, en una forma de creación erudita, se calificarían de imprecisiones o vaguedades son para el folclore la expresión del encuentro entre lo sabido y lo ignorado. El desconocimiento cristaliza en un modo de indagación: la imagen extendida de lo conocido. Por ejemplo, en la medida casi bíblica que usa El Chozas de Jerez cuando, asumiendo de nuevo la síntesis, canta a través de un personaje y de un timbre femenino: “Ni en España, ni en Italia, / ni en lo que cobija el sol / has de encontrar una gitana / que te quiera como yo”. O cuando Bernardo el de los Lobitos se presenta con una voz que parece abrirse en el Eclesiastés: “Yo me fie de la verdad, / y la verdad a mí me engañó”.

Seguramente estas y otras peculiaridades que se podrían mencionar son las que, en los últimos años, han devuelto al folclore una atención propiamente creativa, ajena ya a circuitos feriales y de museo. Sin embargo, pocos autores parecen acompañar el movimiento con una pregunta fundamental: ¿cómo se puede crear hoy desde el folclore? Con ella se despliegan los múltiples riesgos y los amplios potenciales de la decisión. En primer lugar, la recuperación de ciertos recursos y estructuras propios del folclore puede derivar en parodia involuntaria, la de quien pretenda regresar a un estado previo que es doblemente imposible: por la incapacidad del retroceso, obviamente, pero sobre todo por el hecho de que ese estado previo nunca haya existido, al menos en la forma fabular que suele recibir. Hay, por tanto, un riesgo evidente de “bricolaje” intelectual, que sólo llevaría a una producción falseada: incoherente por igual con la tradición popular y con los problemas de nuestro momento histórico. En segundo lugar, se percibe una identificación inquietante entre el género folk y los modelos folclóricos de países dominantes (¡ay muchachos de Zaragoza que cantáis al campesino de los Apalaches!), proceso en el cual la forma popular, aunque retenga su sugestión, pierde toda capacidad subversiva para convertirse en otro dispositivo de colonialismo cultural.

Porque de ningún modo, y esto es central para mi argumento, debe olvidarse que en el folclore hay un gran potencial de resistencia y de transformación política, pero que este sólo se activa cuando el folclore se configura en sintonía con las preguntas de su época para producir aquello que Ernesto de Martino denominó folclore progresivo. Construir hoy desde el folclore implica, en consecuencia, no sólo hacerlo desde la fragmentación de la forma y del lugar de enunciación –elementos que el folclore, en su rechazo de la “versión definitiva”, ya incluye en estado latente-, sino también desde la dispersión comunitaria (¿por/para quién se habla?) y desde el continuo injerto referencial y simbólico. En el folclore de hoy, por ejemplo, la naturaleza sólo podrá ser mítica, bien como elemento de terror (la debilidad humana que reconocemos en lo sublime) o bien marcada por una distancia culpabilizadora, como de picnic resacoso. En este marco adquieren de nuevo pleno sentido las anti-églogas de Aníbal Núñez, tan premonitorias en su aislamiento de los 80. O la idea de que el folk deba desarrollarse como anti-folk, según reivindica el grupo asturiano de música electrónica Fasenuova (¿cómo sería posible representar la naturaleza de la cuenca minera sin dar el elemento industrial, la intervención en torno a la cual se genera?). Sólo desde esta conciencia de época se puede activar toda la fortaleza política que hay en la recuperación del folclore y en el desarrollo de un folclore progresivo: un localismo consciente, que por una parte revele las limitaciones de aquello que se nos administra y distribuye como “universal” (esa mera sublimación de una cierta forma nacional) y que, al mismo tiempo, en su diversidad, en su libertad de interpretación, en su incapacidad para cerrarse y delimitarse, haga inviable toda apropiación nacionalista y esencialista de lo local.


Texto publicado originalmente en "Cajón de Dante", 
sección quincenal de la editorial Pre-textos

Cosas que me gustan en un libro


Herejías
Religiones arcaicas
Partes internas del cuerpo (órganos, huesos)
Costas, istmos, tómbolos, islas
Meditaciones políticas
Jergas y dialectos 
Nombres locales de pájaros, árboles, peces y plantas
Zonas industriales anteriores a 1950
Periodos de luminosidad variable
Supersticiones, dichos, tradiciones
Canciones populares
Piezas de cocina
Patios, porches, terrazas, áticos, tendederos
Apuntes económicos
Escenas rurales
Exnovietud
Gatos

¡Rothko! ¡Rothko! ¡Rothko!




...esa loca presunción moderna de llamar coleción a los cuadros que uno elige y cuelga de las paredes de su casa; porque es aquí, entre las cuatro paredes de la casa, donde hay que pensar e intentar algún modo de poseer que no se cumpla con el agónico "¡Lo tengo!" del coleccionista. Un poseer que sea necesariamente un habitar. Pero bastaría sin duda con echar un vistazo a las casas de Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza para desengañarse de los llamados coleccionistas de cuadros. Un fetichista les tiene más apego a sus zapatos.


*Mad Men, 2:07 (2008): "The Gold Violin".
**Ángel González García (1993): "Un poco de nada. Contra los así llamados coleccionistas de pintura". Revista de Occidente, nº 141

El que se vive


- Mi hermano es una de las escasísimas personas que me resultan conocidas -dijo Johanna-, y a veces tengo la impresión de que la realidad no le resulta creíble hasta que, fotografiada por uno de sus aparatos, la ve ante sí y puede perderla por sus bolsillos y mapas y traerla de vuelta a la luz; por eso no experimenta nada hasta que ha pasado y se ha ido hace mucho, hasta que sencillamente se le ha escapado. Antes de poder experimentar algo, a menudo debe haberse pasado muchas horas sentado revelando en su cámara oscura.


Gert Jonke (1977): Schule der Geläufigkeit


La te forjada

En la edición digital de El Cultural aparece hoy un reportaje sobre Tomas Tranströmer en el que participamos algunos poetas de distintas generaciones. Quizá porque yo respondí con las prisas de un autobús y la interferencia de un teléfono móvil, me da la impresión de que lo transcrito se aleja un poco de lo dicho o de lo intentado. Algo más preciso o más cercano a mi imagen agradecida de Tranströmer sería esto:

Tranströmer continúa el sentido clásico, latino, del poeta: la función cívica de su obra. No sólo en el contexto social, sino también natural: la naturaleza no es decorativa en su poesía, sino parte de su posición como ciudadano. Es un poeta de lenguaje cercano pero muy sugestivo, nunca lo aplana y le permite abrirse a la vez que se acerca a la oralidad. Es un autor moral, pero no moralista. Para mí su poema más representativo sería Bálticos, de principios de los 70, donde aparecen las claves constantes de su obra: el espacio, el paisaje, la memoria y la responsabilidad, entrelazados.

Escriba este mapa

Vienen los vagamundos Áforos que con los napales y casas movedizas se cobijan, desde los fines de la arenosa Libia, dejando a sus espaldas el monte Atlante, a vos presentar leones iracundos. Vienen los de Garamantha y los pobres reyes concordes en color con los Ethiopes, por ser vecinos de la adusta y muy caliente zona, a vos ofrescer las tigres odorígeras. Vienen los que moran cerca del bicorne monte Bromio, y acechan los quemados spiráculos de las locas arenas polvorientas de las cenizas de Fitón, pensando saber los escritos de los trípodas y pueblan la desolada Tebas, a vos traer esfingos, bestias quistionantes.

Juan de Mena (circa 1438): "Proemio al rey Juan II", La yliada de homero en romãce

El catolicismo como agresión medioambiental

La "política familiar" del catolicismo constituye, como se ha comentado con frecuencia, un riesgo para la población de muchos países: por un lado, su rechazo a los preservativos resulta inasumible en regiones, como el centro y el sur de África, donde las formas de transmisión del VIH son tan diversas que ni siquiera una sexualidad "idealmente cristiana" (completa y exclusivamente monógama) basta para prevenir muchos contagios entre cónyuges; por otro lado, el rechazo de los anticonceptivos y la defensa de una sexualidad encaminada a la reproducción supone un lastre continuo para grandes sectores de población con escasos ingresos (en especial en aquellos países donde los servicios estatales de asistencia apenas existen).

Estos argumentos serían, de por sí, pertinentes para considerar la política sexual del catolicismo como un error de consecuencias sociales y geopolíticas. Ahora bien, no son pocos quienes, desde ciertos sectores tradicionalistas, defienden una especie de familiarismo de élite: aquellos que tengan rentas más altas deberán contribuir a "la causa" católica teniendo el mayor número posible de hijos. Su axioma -adoptado también por otras familias pudientes, aunque no siempre religiosas- es claro: "puedo tenerlos porque puedo mantenerlos". Es en ese punto donde se revela claramente el carácter insolidario de este catolicismo institucional: pueden mantenerlos, pero ¿puede mantenerlos la sociedad?

Como han indicado numerosos estudios -conviene acercarse al libro de Carlos Taibo En defensa del decrecimiento-, nuestro ritmo de consumo ya es inviable en la actualidad, pero aumenta su capacidad destructiva si se tienen en cuenta las previsiones poblacionales. Según estimaciones de la ONU, la población mundial en 2050 rondará los 9.700 millones de personas; teniendo en cuenta, por ejemplo, que, para su alimentación (en un país rico), una persona requiere, de media, dos hectáreas de tierra, esta población mundial necesitaría 18.400 hectáreas - aunque nuestro planeta sólo dispone de 13.000.

Bastan esos cálculos para comprender qué trasfondo posee esa moral natalicia del catolicismo (y de casi toda la sociedad capitalista): si los puedo mantener (yo) no importa que (otros) no puedan mantenerse; si los puedo mantener (yo, ahora) no importa que (otros, en el futuro) no puedan mantenerse. Por lo tanto, lo que debería esperarse de gobiernos responsables en este momento no es tan sólo una incitación al decrecimiento en el consumo, sino también una mejor conciencia del riesgo que conlleva la natalidad. Sin embargo, la mentalidad católica encuentra en esta defensa de lo inviable un apoyo inesperado: el concepto occidental de Estado-nación, para el cual, como señaló Agamben, los nacimientos constituyen un patrimonio; desde este planteamiento, en suma, el nacimiento es una seguridad, porque cualquier descenso exigiría la inmigración de individuos y, en consecuencia, la apertura a poblaciones más diversas étnica y lingüísticamente - aquello que el nacionalismo europeo ya enmarca hace tiempo como un problema potencial.

Resol. Pero algo de frío. Castaños junto a la ventana.

TS: ¿Qué tal estás, Charlie?
CS: Muy bien. Está lloviendo en New Hampshire. Por fin cae una buena lluvia de verano, densa, de verdad.
TS: Aquí en Eslovenia es justo lo contrario. Llovió mucho y hoy hace algo mejor.
CS: Hablando del tiempo, hace poco tuve que presentar una lectura de Charles Wright. Releyendo sus poemas, me llamó la atención que casi todos son partes meteorológicos. Hace sol, está nublado, empieza a hacer viento, es invierno, hay algunos copos... Como poeta, ¿alguna vez te has obsesionado con el clima hasta ese punto?
TS: No en la escritura. Pero de algún modo uso el clima cuando no quiero hablar de otras cosas. Y en sí mismo es una forma, un recurso: un medio inglés para establecer neutralidad y distancia. Charles Wright, en cambio, se introduce en el clima, lo sitúa en el patio de la casa, el clima crea la imagen.
CS: En realidad se trata de un viejo truco. La poesía arcaica (Chaucer) o las canciones populares serbias de la Edad Media mencionan con frecuencia el tiempo, el clima en su inicio. "En Mayo, cuando los pájaros cantan, llevé a una muchacha de paseo", o algo por el estilo... Tras releer a Charles, empecé a notarlo en mis viejos poemas, como si la hora del día y la condición del cielo fueran algo inevitable en la poesía. Y, pese a todo, soy un poeta muy distinto a Charles Wright.
TS: Mi instinto es depender sólo de mi clima interno. No me doy cuenta de lo que ocurre fuera. Cuando el lenguaje despierta, tiene su propio clima, su propio tiempo. Ni siquiera sé qué tiempo hace fuera, en torno a mí.


Charles Simic & Tomaž Šalamun conversan en BOMB Magazine (2008)
Traducción de Fruela Fernández

Sólo quieres bailar chachachá

Hace uno o dos años me pidieron que respondiese a un cuestionario sobre poesía española para una obra académica que aparecerá en Alemania. Como el enfoque de aquellas preguntas me resultaba un tanto ajeno, centrado por exceso en temas que no identificaba conmigo, decidí abordarlas con un texto global, indirecto, que partiera de aquellos interrogantes (el «silencio» en la poesía española contemporánea) y fuese derivando hacia inquietudes más privadas, más cercanas a mi posición. Con algunos retoques (pasa el tiempo), este fue el texto que envié.

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La idea de silencio se ha convertido, por desgracia, en un concepto enfático para la poesía española y latinoamericana. Y quiero dejar claro que me refiero al concepto, no a la vivencia o al uso del silencio. Históricamente, los conceptos de clasificación estética, aunque parezcan neutros, tienden a transformarse en sedimentos de luchas, de acusaciones, de prejuicios. Por eso resulta tan complejo escribir hoy acerca del «silencio» sin recibir, por ósmosis, la crítica o el apoyo de gentes que a mí, justamente, me interesan poco.

No puedo estar de acuerdo con aquellos que pretenden convertir el silencio en patrimonio de ciertas experiencias privilegiadas. Creo que cualquier experiencia, incluso la más «sencilla», no termina de expresarse por completo en la palabra, ni en la escritura; de hecho, si pudiésemos expresarla, seguramente la escritura sería innecesaria. Esa distinción no deja de ser, en cierto modo, el mismo desarrollo erróneo que planteaba Hofmannsthal a través del  Lord Chandos. Por otra parte, hasta qué punto el sujeto que habla o escribe se corresponde con el sujeto que vive… Siempre hay una grieta, una separación.

Entiendo que el poema, como la música, necesita el silencio. Sin embargo, el uso que hago de él en mi poesía no es premeditado. De ahí la simpatía que me causan los músicos, los de jazz especialmente: comprendo su manera de avanzar a golpes, a cambios, sintiendo cada línea melódica de una manera precisa, dándole silencios. El silencio no es mi categoría de partida, sino una de las condiciones de mi trabajo, como el ruido --- el ruido poético es algo que me fascina, otra afinidad que siento con los géneros musicales; en muchos temas de Sonic Youth, por ejemplo, encuentro paralelismos con aquello que busco: melodías que se niegan entre sí, que se desdoblan, que se apoyan, porque ninguna de ellas puede completarse y necesita, por tanto, la presencia de otra, de otras.

También podría explicar mi idea del silencio a partir de la que percibo en la poesía de Paul Celan, a quien no leo desde ese planteamiento místico que promueven algunos conventillos. El silencio de Celan se genera en la propia falta, la cortedad de la palabra. De ahí esa necesidad de quebrar y reorganizar las palabras para forzarlas a completar un significado que no pueden darnos. Sus juegos rítmicos, sus asociaciones, sus términos forjados me parecen una forma de explicar el uso del silencio y del ruido.

Por otra parte, tengo cierta dificultad para definir mi poesía, pues he ido cambiado mi opinión sobre ella –o sobre aspectos de ella- en los últimos años. Dos de mis tensiones ya las he mencionado: la importancia de un ritmo quebradizo, impulsivo, que veo en el jazz o en poetas como Ezra Pound (o, más cerca de nosotros, Juan Gelman y Eduardo Milán); la presión sobre la palabra, contra la palabra, que encuentro en Celan y en muchos poetas latinoamericanos, como Lorenzo García Vega. Ambas tensiones responden, en cierto modo, a esa duda de la escritura, a esa especie de «atropello» de la palabra que causa la intensidad afectiva cuando insiste en mostrarse. Hay algo de premura y de desconfianza en todo el proceso. Y más aún por la sensación, incompleta siempre, que me provoca el hecho de tener dos lenguas maternas que chocan entre sí: el castellano -lengua de educación, en la que vivo la mayor parte del tiempo- y el asturiano -lengua familiar, rural, afectiva. En ninguna de ellas llego a situarme por completo.

En mi escritura, siento cierta incomodidad con la poesía «de sujeto»; hay en ello cierta contradicción, supongo, dada la afinidad que siento, como lector, con poetas como Brodsky, Ferrater, Montale o Martínez Rivas, cuyo discurso delimita un sujeto bastante nítido - que, sin embargo, no tiene porque ser personalista o confesional: también permite un juego de ficción. Por predilección o por dificultad propia (con frecuencia van entrelazadas), la manera de narrar que siento cercana no es directa, ni coherente; asume una forma privada hasta rozar, a veces, el egoísmo. Observo, sin embargo, que personas próximas consiguen asentarse en esos detalles, les ven un sentido que no suele coincidir con el mío, pero que nos comunica de alguna forma.

El espacio es otra de mis obsesiones en los poemas. Necesito que el poema revele un espacio -no necesariamente real, pero posible- y que el poema tenga, a su vez, su geografía (porque un poema tiene atmósfera y geografía y geología, como afirmaba Mandelstam). Y, por esa relación con el espacio, las cosas: necesito ver cosas en un poema. Creo que una de las fascinaciones que me causa la poesía de Brodsky, o la de Auden, o la de Mahmud Darwix, es su capacidad para conectar lo abstracto y lo concreto. «La resina de la paciencia», escribió en cierta ocasión Mandelstam; ese tipo de conexiones me causan felicidad en un poema.

Desaparición de voz

Desde que existen los móviles, el contestador ha perdido casi toda su utilidad como recurso literario.

Post-its metafísicos

Una vez me preguntaron qué era poesía y me acordé de un amigo mío, y dije: ¿Poesía? Pues la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio; y cuando uno más las pronuncia, más sugestiones acuerda; por ejemplo, acordándose de aquel amigo, poesía es: «ciervo vulnerado».

Federico García Lorca: Conferencia en Buenos Aires, 1933

¿Qué es un adjetivo? Los nombres dan nombre al mundo. Los verbos activan los nombres. Los adjetivos vienen de otro lugar. La palabra adjetivo (epitheton en griego) es en sí misma un adjetivo que significa "puesto en alto", "añadido", "agregado", "importado", "ajeno". Los adjetivos pueden parecer adiciones bastante inocentes, pero míralos de nuevo. Esos pequeños mecanismos importados tienen a su cargo amarrar cada cosa del mundo a su lugar en la particularidad. Son las hebillas del ser.

Anne Carson (1998): Autobiography of red

Desconfianza. Avances.

Entre la descripción de lo malévolo en el Romanticismo -el Schedoni de Radcliffe, los héroes de Byron, los ladrones de Schiller- y aquella que aparece en ciertas novelas contemporáneas -los conspiradores rusos de Coetzee, el Juez Holden de McCarthy-, no hay tanta divergencia de formas como de explicaciones: cada rasgo físico se asocia, en aquellos, a un sentimiento, como si la fisionomía también fuera un análisis moral y una biografía; en éstos, sin embargo, el retrato no explica, sólo muestra.
(De la misma forma que el Mal del Romanticismo podía ser melancólico, seductor, y el Mal moderno tiende a ser callado, difuso).

y el su fructo

Yo flor del campo, et lilio de los valles; assi como el lilio entre las espinas, assi la mi amiga entre las fijas. Como el milgrano entre los aruoles de las seluas, assi el mio amado entre los fijos. So la sombra del que yo desseaua, desseado soue; et el su fructo del, dulce a la mi garganta. Metiome el rey dentro en la camara del vino, et ordeno caridat en mi. Ponet me muchas flores aderredor, cercat me de mançanas, ca enfermo con amor del. La su siniestra so la mi cabesça, et la diestra del me cercara.

Cantar de los Cantares en traducción de la General Estoria de Alfonso X, circa 1260

Formas de descargo

E aquesta consideracion ante leuando gran don es el que yo trayo/ si el mi fructo y rapina no lo viciare: y aun la osadia temeraria & atreuida (es a saber) de traduzir & interpretar vna tanto seraphica obra.

Juan de Mena, Proemio a La yliada de homero en romãce, circa 1438

Lengua de indiano

Estaba limpiando las notas del viaje.
Al sumarlas, vi que algunas palabras surgían sólo en asturiano: nozal, ferruño, fierro, pixapos; pero, también, que algunas venían sudamericanas: no había cobertizos, sino galpones.
Era, en cierto modo, como la lengua de un indiano. Parece que es la mía.

Color

Me he habituado al blanco-y-negro.
Este verano en Langreo, entre tantas medidas grises. Y el cambio a la cámara digital, con esos colores difuminados, hechos para una pantalla.
Ahora siento cierta extrañeza ante el color. Aunque hay lugares que lo exigen.
En varios meses, ésta es la primera foto.

Güelito

Como crítico, mi abuelo es, a su manera, perfecto: impulsivo: siempre en la primera impresión, sin callársela, sin justificarla.

Estos últimos días quiso ver las fotos que estaba haciendo:

- Vale [le dije], pero ten en cuenta que las hago en blanco y negro.
- ¿Pero no me habías dicho que te habías comprado una buena cámara? [me contestó].

Tras ver unas cuantas fotos de las que llevé, se paró, descontento, y me dijo:

- Yo no sé, pero... dime tú: ¿crees que a una persona normal le pueden interesar estas fotos?

Volvió al montón y, cuando casi estaba terminando, añadió:

- Parecen fotos del 41, de esos que iban a Praga, Varsovia...

Me hizo reír. No le dije que eso es, de alguna forma, lo que intento.

el sublime industrial

Subía el paseo del Nalón, fotografiando torres de electricidad, cuando se paró cerca de mí un chico que bajaba en bicicleta.

-¿Qué fotografías? ¿Los graffitis? Los hace un colega mío -me dijo.

Me fijé en que le faltaban los incisivos inferiores. Y me fijé, sin querer, ahí.

-No, sólo las torres. [No le dije que los graffitis, estos graffitis, eran previsibles, plomizos].
-¿Eres de alguna asociación ecologista?
-No, no. Simplemente fotografío zonas industriales...
-Ah, ya, lo mal que quedan... Pues tendrás mucho que fotografiar...

Me dio un tríptico sobre el cambio climático y siguió en la bicicleta.

Quería decirle que no, que a mí me gustan las fábricas, los edificios industriales, los ferruños.

Que, al mirarlos, dejo de comprenderlos, dejo de ver cualquiera de sus funciones.
Sólo proceso formas, tonalidades, contrastes. Y me inquietan, y me captan.