El folclore es la dialéctica del pueblo. Acostumbrados a las
disciplinas, tendemos a identificar capacidades con géneros, asumiendo que, si
la forma de expresión da estructura al sentimiento, entonces la percepción de
ciertos hechos es exclusiva de ciertos moldes culturales. Pero al frenarnos en
esa verdad incompleta, olvidamos las otras formas, las imprecisas, las llenas
de extrañeza. El folclore es dialéctica porque es espacio de enfrentamiento: el
ámbito simbólico donde el pueblo, con los medios a su alcance, reconoce las
contradicciones de su entorno para expresarlas y, en ese movimiento,
superarlas. Porque el folclore siempre es un territorio de transformación. Marcadamente
espaciales, los pueblos poseen unas medidas de posición y de equilibrio
completamente ajenas al mundo urbano, que es productor antes que habitante. En
el territorio popular, el hombre no se aparta en exceso del animal (esta imagen
ha de ser groseramente física), pero tampoco de lo divino, como quien reza
aferrando el tobillo del santo. Por eso en el folclore lo humano, lo divino y
lo animal establecen nuevas relaciones, nuevas formas de derivación, casi
siempre a través del humor o de la simpatía: “El gatu pola mañana/ santíguase
con el rabu:/ ¡Dios y-dé masera abierta/ y muyeres sin cuidau!”. No hay
irreverencia en reconocerse como menores e igualar los reinos. El poder más
alto y la vida más débil pueden superarse en una nueva forma, rota de
posibilidades: “Como la flor que l’aire lleva,/ vieno’l mio amor a rondar to
puerta. / Como la flor que l’aire lleva, /vien el Señor del cielu a la tierra”.
Pero la síntesis del folclore no sólo implica cambio o equilibrio, sino también
confrontación. Así ocurre en los ciclos del trickster, ese “pícaro
espiritual” de tantas culturas tradicionales: en sus relatos, la Historia es un
cambalache de alianzas y luchas entre hombres, animales y dioses para poseer
los dones necesarios (el fuego, el agua, el territorio). Y el trickster –Coyote,
Cuervo, Bufón- aparece siempre como mediador indeciso y cambiante, es decir,
como testimonio de que la tensión de extremos ha de resolverse en una figura
menor, ridícula por su falibilidad, pero inquietante y jovial por su plenitud
de opciones, por esa incapacidad para identificarse por completo con los
elementos previos: ni hombre, ni animal, ni dios, el trickster ayuda,
engaña y fracasa antes de volver a empezar, como símbolo de una continuidad
indeterminada. Cuando Vasko Popa escribe la plegaria a su dios lobo, humillado
y cojo, o cuando Ted Hughes convierte la creación en una gamberrada de Cuervo,
creemos percibir de nuevo parte de esa fuerza primera: esa admisión de lo
grotesco como carácter reiterado, esa posición blanda e inestable del hombre
entre todo lo incompleto.
De ahí surge otro movimiento de la concepción
simbólica: en el folclore, los dioses, más que humanizarse, se apaisanan. Son
vecinos a los que se teme y se amenaza, a los que se corteja por favores: “A la
Virgen del Rosario, / velitas le he prometido, / si hace que tú me quieras /
como yo se lo he pedido”. No hay frialdad en el espíritu: el dios del folclore
es conversador. O es vengativo: “Yo me consuelo y me digo, / que Dios tendrá
que cobrarte / lo que tú has hecho conmigo”. Pero siempre es menor, más
demiurgo que dios, más caporal que creador. Y esa cercanía conduce, con
frecuencia, a una desconfianza del folclore ante lo creado, como si la propia
cortedad del poder humano se proyectase hacia lo divino. Así lo repiten los vaqueiros del
Occidente asturiano, que de algún modo son, en la radicalidad de su suspicacia,
como gnósticos trashumantes: “Antes que Dios fuera Dios, / y el sol diera
pu lus riscos, / ya los Feitos yeran Feitos, / ya lus Garridus, Garridus”.
Utensilio de síntesis, el folclore también es el
territorio donde lo más lejano se presenta como lo más cercano: el
desconocimiento no se expresa en abstracción, sino enredado en el conocimiento.
Aquellas volutas, aquellas extensiones que, en una forma de creación erudita,
se calificarían de imprecisiones o vaguedades son para el folclore la expresión
del encuentro entre lo sabido y lo ignorado. El desconocimiento cristaliza en
un modo de indagación: la imagen extendida de lo conocido. Por ejemplo, en la
medida casi bíblica que usa El Chozas de Jerez cuando, asumiendo de nuevo la
síntesis, canta a través de un personaje y de un timbre femenino: “Ni en
España, ni en Italia, / ni en lo que cobija el sol / has de
encontrar una gitana / que te quiera como yo”. O cuando Bernardo el de los
Lobitos se presenta con una voz que parece abrirse en el Eclesiastés: “Yo me
fie de la verdad, / y la verdad a mí me engañó”.
Seguramente estas y otras peculiaridades que se
podrían mencionar son las que, en los últimos años, han devuelto al folclore
una atención propiamente creativa, ajena ya a circuitos feriales y de museo.
Sin embargo, pocos autores parecen acompañar el movimiento con una pregunta
fundamental: ¿cómo se puede crear hoy desde el folclore? Con ella se despliegan
los múltiples riesgos y los amplios potenciales de la decisión. En primer
lugar, la recuperación de ciertos recursos y estructuras propios del folclore
puede derivar en parodia involuntaria, la de quien pretenda regresar a un
estado previo que es doblemente imposible: por la incapacidad del retroceso,
obviamente, pero sobre todo por el hecho de que ese estado previo nunca haya
existido, al menos en la forma fabular que suele recibir. Hay, por
tanto, un riesgo evidente de “bricolaje” intelectual, que sólo llevaría a una
producción falseada: incoherente por igual con la tradición popular y con los
problemas de nuestro momento histórico. En segundo lugar, se percibe una
identificación inquietante entre el género folk y los modelos folclóricos de
países dominantes (¡ay muchachos de Zaragoza que cantáis al campesino de los
Apalaches!), proceso en el cual la forma popular, aunque retenga su sugestión,
pierde toda capacidad subversiva para convertirse en otro dispositivo de
colonialismo cultural.
Porque de ningún modo, y esto es central para mi
argumento, debe olvidarse que en el folclore hay un gran potencial de
resistencia y de transformación política, pero que este sólo se activa cuando
el folclore se configura en sintonía con las preguntas de su época para
producir aquello que Ernesto de Martino denominó folclore progresivo.
Construir hoy desde el folclore implica, en consecuencia, no sólo hacerlo desde
la fragmentación de la forma y del lugar de enunciación –elementos que el
folclore, en su rechazo de la “versión definitiva”, ya incluye en estado
latente-, sino también desde la dispersión comunitaria (¿por/para quién se
habla?) y desde el continuo injerto referencial y simbólico. En el folclore de
hoy, por ejemplo, la naturaleza sólo podrá ser mítica, bien como elemento de
terror (la debilidad humana que reconocemos en lo sublime) o bien marcada por
una distancia culpabilizadora, como de picnic resacoso. En este marco adquieren
de nuevo pleno sentido las anti-églogas de Aníbal Núñez, tan premonitorias en
su aislamiento de los 80. O la idea de que el folk deba desarrollarse como
anti-folk, según reivindica el grupo asturiano de música electrónica Fasenuova
(¿cómo sería posible representar la naturaleza de la cuenca minera sin dar el
elemento industrial, la intervención en torno a la cual se
genera?). Sólo desde esta conciencia de época se puede activar toda la
fortaleza política que hay en la recuperación del folclore y en el desarrollo
de un folclore progresivo: un localismo consciente, que por una parte revele
las limitaciones de aquello que se nos administra y distribuye como “universal”
(esa mera sublimación de una cierta forma nacional) y que, al mismo tiempo, en
su diversidad, en su libertad de interpretación, en su incapacidad para
cerrarse y delimitarse, haga inviable toda apropiación nacionalista y
esencialista de lo local.
Texto publicado originalmente en "Cajón de Dante",
sección quincenal de la editorial Pre-textos