Aquí el cielo no consume nunca el aceite de nuestra mirada-
aquí el sol carga sobre sí la mitad del peso de la piedra que llevamos en la espalda;
las tejas se rompen sin un ay bajo la rodilla del mediodía,
los hombres van delante de su sombra como los delfines delante de los caiques de Skiathos,
después su sombra se convierte en un águila que tiñe sus alas en el crepúsculo
y luego trepa a sus cabezas y piensa en los astros
mientras ellos se acuestan al sol junto a la negra uva.
Aquí cada puerta tiene tallado un nombre desde hace tres mil años,
cada piedra tiene pintado un santo de ojos torvos y cabellos hirsutos,
cada hombre tiene tatuada en su mano izquierda puntada a puntada una sirena roja,
cada muchacha tiene un puñado de luz salobre bajo su falda
y los niños tienen cinco o seis tristes crucecitas en el corazón
como las huellas que dejan las gaviotas en la arena del atardecer.
No es necesario recordar. Lo sabemos.
Todos los senderos llevan a las Altas Eras. El viento pica allá arriba.
Cuando a lo lejos se resquebraja el fresco minoico del crepúsculo
y se apaga el incendio en el pajar de la costa
suben las viejas hasta aquí por los escalones tallados en la roca,
se sientan en la Gran Piedra a hilar con sus ojos el mar,
se sientan y cuentan los astros como si contaran los cubiertos de plata de sus antepasados
y bajan lentamente para alimentar a sus nietos con la pólvora de Misolonghi.
Sí, es cierto, el Cristo tiene las manos tan tristes entre las ligaduras,
pero sus cejas tiemblan como una roca que va a precipitarse
sobre su dolorosa mirada.
Desde el abismo sube esta ola que no conoce súplicas,
desde lo alto baja este viento con venas de resina y pulmones de salvia.
Ay, que sople de una vez y arranque los naranjos del recuerdo,
ay, que sople dos veces y saque chispas de la piedra como un gatillo,
ay, que sople tres veces y enloquezca los abetos del Parnaso,
que haga saltar de un puñetazo la tiranía por los aires,
que arrastre de la cadena al oso de la noche para que nos baile un tsámico junto a la tapia
y tocando la pandereta de la luna se llenen los balcones de las islas
con niños medio dormidos y madres sulióticas.
Un mensajero llega desde el Gran Valle cada mañana,
brilla en su rostro el sudor del sol,
bajo su axila aprieta fuertemente el helenismo
como el obrero sostiene su gorra en la iglesia.
"Llegó la hora", dice. "Estén listos.
Cada hora es nuestra hora".
Traducción de Horacio Castillo
(Seis poetas griegos. Buenos Aires: Ediciones Colihue)