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Kostas Karyotakis (1896-1928): Somos algo así

Somos algo así como una guitarra
desvencijada. El viento, al pasar,
despierta versos y ruidos discrepantes
en las cuerdas que cuelgan: son cadenas.
Somos unas antenas increíbles.
Alzadas como dedos hacia el caos,
en sus puntas resuena el infinito,
pero pronto caerán hechas pedazos.
Somos como sentimientos difusos
sin esperanza de agruparse.
La realidad se enreda en nuestros nervios.
Nos duele el cuerpo y el recuerdo.
Las cosas nos repelen y la poesía
es el refugio que envidiamos.


Traducción de Fruela Fernández

Miltos Sajturis (1919-2005): El viento del norte


Sus uñas de pianista

llegan al suelo

solo el viento del norte sabe su nombre

ya no toca el piano

no come

no ama

no duerme

 

Es rey

 

Abajo prepara madera el carpintero

y de nuevo se oye el piano

la hija del carpintero es la más bella

a la sombra de un gran sol helado

lava las placas del viento

el único que lo sabe

el único que sabe amar

a los poetas

verdaderos

 


Traducción de Fruela Fernández

Yannis Stigas (1977): Mi hermano Paul, el cavador del Sena

«O du gräbst und ich grab
und ich grab mich dir zu», Paul Celan
(«Cavas y cavo / y me cavo hacia ti»)

Cavando un día
llegó
a la boca nevada de su madre
a las grandes trenzas de sus antepasados
un día pasó
las raíces del agua

las rocas

las llamas

las penurias que pasó

le dejaron
una nube abrasada en la vista

una dificultad con el viento

            Jiskor
Kaddisch

una falta loca de resuello

«la profundidad» dijo
«la profundidad hasta la extinción
es mi idioma
y mi patria»

Entonces llegó a un lugar
lleno de árboles y ríos y aves

y quedó eufórico

hasta que se oyó una llamada militar:
«deprisa, juntad filas,
haced cola para el rancho»

y se fueron los árboles
            los ríos
las aves

Sólo quedó el Sena
mirándole a los ojos.




Traducción de Fruela Fernández

Yannis Ritsos (1909-1990): Romiosini (3)

Aquí el cielo no consume nunca el aceite de nuestra mirada-
aquí el sol carga sobre sí la mitad del peso de la piedra que llevamos en la espalda;
las tejas se rompen sin un ay bajo la rodilla del mediodía,
los hombres van delante de su sombra como los delfines delante de los caiques de Skiathos,
después su sombra se convierte en un águila que tiñe sus alas en el crepúsculo
y luego trepa a sus cabezas y piensa en los astros
mientras ellos se acuestan al sol junto a la negra uva.

Aquí cada puerta tiene tallado un nombre desde hace tres mil años,
cada piedra tiene pintado un santo de ojos torvos y cabellos hirsutos,
cada hombre tiene tatuada en su mano izquierda puntada a puntada una sirena roja,
cada muchacha tiene un puñado de luz salobre bajo su falda
y los niños tienen cinco o seis tristes crucecitas en el corazón
como las huellas que dejan las gaviotas en la arena del atardecer.

No es necesario recordar. Lo sabemos.
Todos los senderos llevan a las Altas Eras. El viento pica allá arriba.
Cuando a lo lejos se resquebraja el fresco minoico del crepúsculo
y se apaga el incendio en el pajar de la costa
suben las viejas hasta aquí por los escalones tallados en la roca,
se sientan en la Gran Piedra a hilar con sus ojos el mar,
se sientan y cuentan los astros como si contaran los cubiertos de plata de sus antepasados
y bajan lentamente para alimentar a sus nietos con la pólvora de Misolonghi.

Sí, es cierto, el Cristo tiene las manos tan tristes entre las ligaduras,
pero sus cejas tiemblan como una roca que va a precipitarse
sobre su dolorosa mirada.
Desde el abismo sube esta ola que no conoce súplicas,
desde lo alto baja este viento con venas de resina y pulmones de salvia.

Ay, que sople de una vez y arranque los naranjos del recuerdo,
ay, que sople dos veces y saque chispas de la piedra como un gatillo,
ay, que sople tres veces y enloquezca los abetos del Parnaso,
que haga saltar de un puñetazo la tiranía por los aires,
que arrastre de la cadena al oso de la noche para que nos baile un tsámico junto a la tapia
y tocando la pandereta de la luna se llenen los balcones de las islas
con niños medio dormidos y madres sulióticas.

Un mensajero llega desde el Gran Valle cada mañana,
brilla en su rostro el sudor del sol,
bajo su axila aprieta fuertemente el helenismo
como el obrero sostiene su gorra en la iglesia.
"Llegó la hora", dice. "Estén listos.
Cada hora es nuestra hora".



Traducción de Horacio Castillo
(Seis poetas griegos. Buenos Aires: Ediciones Colihue)

Formas del plural


Mi madre tomó una de las ediciones de Romiosini, la traducción inglesa de 1969.

Miró la portada, posó el libro, volvió a mirar la portada y dijo:
- Parez el fugau de Perlá.

Sin suponerlo siquiera y a través de un dibujo previsible, mi madre encontraba el núcleo en el poema. Porque es justo ese nexo privado el que revela la capacidad de Yannis Ritsos para construir un poema político que representa la circunstancia sin anularse en ella. Si intentara explicar mi fascinación por Romiosini lo expresaría precisamente así: cada signo de ese nosotros descrito por Ritsos, cada imagen de ese sentimiento nacional -amplio, alzado, mediterráneo- me alcanza como si yo formase parte de él. A veces, incluso, parece traducirse en la memoria bajo otras formas mías de plural: cerezos que van hacia avellanos, los delfines que preceden a los caiques se vuelven bueyes tirando de una chalana, el miliciano que lleva el helenismo bajo el brazo habla igual que un fugau republicano en los montes de la Cuenca.