Su abuela le trae un libro de biografías para niños. Algo genérico: Personajes de la historia. 200, quizá 300.
A él le gusta la historia de Trotsky.
Un simpatizante mexicano lo aloja en su casa. Pregunta cómo debe despertarlo al día siguiente: llamarlo «señor» parece propio de otra sociedad; «camarada» quizá resulte demasiado cercano.
Trotsky -«sonriendo», dice la biografía- le pide que cante «La Internacional».
Y el texto termina con esas líneas:
¡Arriba, parias de la tierra!
¡En pie, famélica legión!
Primero sonríe, también él. Después lee en voz alta, relee. Se queda fijo en las frases.
«Famélica», eso lo entiende: que tien fame. Y su abuelo le explica que un paria ye un probe.
(Le gusta preguntar palabras a los mayores: paria, inexpugnable, subordinado.)
(Le gusta preguntar palabras a los mayores: paria, inexpugnable, subordinado.)
Pero no entiende quién puede cantar así, quién decide explicarse así, poniendo en el primer lugar de la definición lo más precario, lo que cualquiera pediría callar.
Durante varios días regresa al texto, lo aprende, lo repite.
Hay algo ahí que no logra abarcar.
Algo que lo evita y, a la vez, lo retiene.
Algo que lo evita y, a la vez, lo retiene.